
El declive del hombre que sabe va morir cuando el destino le llame a hacerlo, máxime cuando la edad no perdona ni siquiera a los que creen que el futuro de la implantación róbotica de alguna forma lo impedirá, y que en ningún caso prefiere hacerlo en una cama hospitalaria dejando que las babas le inunden la cara y los fármacos le insulten la conciencia, le trastorne la memoria y la meridiana inteligencia que le quedará para asumir lo inevitable.
Cada día que pasa es un afortunado ileso instante que regalamos sin recibir otra cosa a cambio que no sea la madurez, que juega impotente con su sensible fracaso en lo más profundo de su ser.
Ese hombre no busca nada en el interior vacío de la caja de Pandora, pues la esperanza siempre será un acertijo y cuando tuvo ocasión se esfumó, por ello desea ir más allá rastreando el arca de la Alianza para después de hallarla, dejarse fulminar con un rayo junto con sus creencias inútiles e inocentemente pedantes, mientras que decide devolver parte de su bagaje y algunas monedas nunca suficientes a quienes con parentesco racial o cultural son acreedoras en sus sueños, que desgraciadamente le recuerdan algunas escenas grises de aquellas vidas arrebatadas mucho tiempo atrás en su juventud, repleta de retos a los que nunca renegó por no saber la razón.
Ese hombre olvidado y averiado hoy, todavía embrutecido que se enmascara con desparpajo, confundiéndose en el anonimato, mientras navega por ríos que tarde o temprano le harán arribar al horror de su propia verdad, presume que no habrá remisión y purgará su karma donde sea, así en la tierra como en el cielo, así en cenizas tiradas a la mar o bajo el barro de un camino oculto en el misterio, delante de su caverna esteparia convertida en alternativa de un hogar.
Muchas veces las pesadillas inundan su descanso cuando los diablos están despiertos, velando el tormento perpetuo que nadie sabe hasta que grado puede llegar, cuando no hay arrepentimiento y un, llamémosle, falso sentido de cupabilidad que pudiera no gozar de la suficiente ausencia de un confesionario virtual, mientras el sentido de la negación para pedir perdón no sea algo vital para él, y mucho menos la misericordia cuando se olvidan los motivos que causaron los desenlaces que prefieren olvidarse, aunque cueste hacerlo, pues siempre ahí están fijos en la mente cuando algo o alguien te recuerda lo que has vivido y quisieras olvidar.
Los temores se agolpan en las puertas de su corazón, si éste de verdad se hace latir por las emociones que recibe desde una mente intranquila, insatisfecha y sin saber todavía dejarse recalar en ningún lugar.
Quizás sea el principio de la locura, el deseo irrefrenable de hacer que la angustia quede seccionada por la única defensa que es su incomprensión al enfrentarse a los múltiples desenlaces que van sucediéndose a medida que va recorriendo en su solitaria llanura, en busca de no sé sabe bien qué, preguntándose y respondiéndose con vaguedades de dónde viene, a dónde va y cuanto tiempo le quedará, toda vez que corta hilos de confianza y ese cariño indeterminado, sin nombre fijo ni estación conocida por no escogerla jamás, mientras que todavía le quede razón y motivos para que no haya compromisos de decepción, que le remitan a la última oración de la cosechada pero infertil felicidad, la misma que en otra proporción puede contagiar con quienes se relaciona, o que ha adquirido de los demás, libando juventud a expensas de sus contradicciones.
Es difícil afrontar lo inevitable, y la huída hacía adelante o por un camino desconocido, hace que las partículas de su interés se detengan de vez en cuando, haciendo un alto frente a una renovada ilusión, creyendo que ha encontrado la luz que le conducirá a obtener una paz convenida consigo mismo, apostando por consolidar su libertad y el libre albedrio que nunca debió perderse al estrellarlo voluntariamente contra el muro de la franca y escasa permivisidad, siempre indiferente para diferenciarse de los demás, pensando que sus convicciones y justificaciones eran indestructibles, siempre que pudiese ponerle precio a conseguir una normalidad en actos y relaciones, arrinconando su soberbia, a cambio de mantener intacto su honor, valor y respeto, no muchas veces conseguido para tranquilizar la dedicación recibida por los ajenos a su mundo, que nunca debieron caer en la trampa tentadora de descubrir qué, en su oscura y solitaria travesia trataba de no hacerse reconocer como un hábil nadador que puede hacerlo sin agua y entre tiburones.
Llega el momento de tomar decisiones, acertadas o no, sin saber todavía cómo ni cuando, por no importarle la más mínima reprimenda, si con ello no se daña a quienes todavía le tienen en estima y consideración como él también aprecia y respeta en pocos, no muchos, de ahí su vocación de sociópata respetuoso.
El personaje no pide perdón, ni se confiesa a nadie, ni a un supuesto “dios” errante, tan solo se abstiene de admitir discursos y consejos inútiles de cuño visceral, siempre convencionales y partidistas que por el contrario quienes los emiten no se los aplican ni se los creen, retóricas pueriles, en ocasiones festivas, risueñas y tan inocuas que se difuminan cuando se cuestionan en los dos primeros segundos, que no le afectarán al hombre invisible en el que se transforma, y mucho menos le harán cambiar de opinión, ni le harán temblar en sus aciertos o fracasos, pues el que esté libre de pecado que tire el primer dardo a esa diana que es el mundo, que a muchos nos ha dominado por tener una trayectoria distinta, menos cotizada cuando se trata de ofrecer más resistencia a la transparencia de quienes por evitar el horror de verse reflejados en él, tampoco les puede dañar pues se trata de compartir una paranoia sin causar un efecto colateral, aunque sea al revés como el loco que cura al psiquiatra, como el rabioso que ilumina con su dialéctica al cuerdo, como el sano que desconoce que a la vuelta de la esquina una maceta le va a caer, pues el destino para cualquier cosa o persona lo es todo mientras piense que lo más importante es sacudirse de encima a los mensajeros del miedo, cuando se tiene la seguridad que “satán” es su guardián, y qué como todo sociópata está siempre en busca de las alas de los ángeles taxistas para poder escapar.
No le remuerde la conciencia, pues cobarde nunca ha sido para morir mil veces, y cómo valiente que pretende ser, quiere hacerlo únicamente una vez, sin prisas pero sin pausas doctas que le hagan retrasar el momento, el único instante para exclamar al final de su breve historia : ¿ Eso ha sido todo ? ¿ Podemos volver a empezar ?.
Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.
Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!».
Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!».
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.
No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)
Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.
(José Hierro)