
Mi primera misión. Habíamos salido de Guinea Ecuatorial por piernas y en avión. Una lágrima macerada por la emoción contenida y el miedo al machete paralizado en el corredor del aeropuerto me había provocado una incontinencia precoz. Estaba asustado pero ileso de emociones todavía, estaba viviendo una realidad y no el sueño premonitorio que días antes hizo que se alterase mi corazón. Realmente estaba contento de los resultados, pero a la vez dudaba que pudiesen volver a contar conmigo, ya que una única opinión en contra de mi imprevisto debut por parte de cualquiera de los viejos perros a los que acompañaba sería decisiva para que mi aventura, en pro de una profesión arriesgada y bien retributiva, se fuese al garete. Lo cierto es que salvo el respaldo de Rudy, mi garante y mentor, la desconfianza por parte de los demás se había ceñido a fijarse en mi garganta. Para la mayoría era un intruso, demasiado joven y un novato, como ellos también lo fueron en su momento, con la salvedad de que al que yo reemplazaba, agujereado, mutilado y desgraciado padre de familia caído en otro lugar lejano, lo sustituía otro “legia” ilustrado, teórico, frustrado y sin experiencia en el combate cuerpo a cuerpo, lo que les inspiraba el temor de si era yo poseedor de una necesario primitivo carácter, todavía por limar y cultivar quizás, y por supuesto con agallas suficientes para responder y demostrarlas. Una carencia afortunadamente transitoria, de qué yo, el nuevo, podría no ser el más adecuado en el lugar y en el instante de un imprevisto, sin que me tuviesen que “calmar la histeria”, decidiendo apuntarme y quemarme los atributos de espalda para abajo.
Disimulaba y observaba a mis compañeros desde un rincón de la cola de la aeronave cargada de gente extraña y enfermiza. Aferrado a mi arma, les envidiaba y les admiraba a la vez que odiaba sus furtivas miradas de reprobación por ser el más inexperto de un grupo variopinto, ahora lo pienso, de unos personajes suicidas, borrachos, satíricos, bromistas y valientes descerebrados, a los que les motivaba más un instante de acción que lucir galones frente a un pelotón de ineptos que únicamente ansiaban licenciarse para casarse, trabajar en la España del desarrollo, tener hijos y conducir un “seat 600” los fines de semana. Yo, en realidad no sabía qué estaba haciendo a un montón de kilómetros de distancia y con una carrera de periodismo colgada, que afortunadamente termine cinco años después.
Aterrizamos en la base de Mallorca a una hora “zulu” demasiado temprana para registrarla “oficialmente” en la torre de control. Unos autobuses turísticos y algo destartalados llegaron al pie de la escalerilla de arribada rotulada de Iberia y empezaron a descender los primeros pasajeros, con premura y en silencio; hombres de negocios derrotados e impregnados de sudor, monjas y sacerdotes, niños y maestros, algunas mujeres blancas y excesivamente pálidas.. después, una veintena de “celebridades anónimas” de color, con sus vástagos, esposas y alguna amante que también se infiltró. Éstos últimos, todos de nacionalidad guineana, recibieron una carta de hospedaje de una vieja, hoy extinguida compañía aérea ”devolviéndoles” un pasaporte recién acuñado en la Embajada de España y un sobre con diez mil pesetas a cada uno que les entregaba yo como tesorero puntual de la misión.
Una vez finalizada la tarea, mis diez nuevos amigos de penurias y calamidades que más tarde experimentaría en carne propia, me esperaban y me daban prisa ladrando con simpatía ante mi tardanza, acomodados y apretujados en un viejo Land Rover. Yo solté una sonrisa que me devolvieron, largándoles mi mochila y el Cetme, la herramienta que a partir de ese momento sería mi compañera puntual e inseparable que durante cinco fructíferos años me protegería. Llegamos al hangar, nos deshicimos en una aparatosa caja fuerte de cualquier vestigio metálico alarmante, nos duchamos, hicimos nuestras necesidades fisiológicas, nos vestimos con la misma ropa de paisano que cinco días atrás habíamos aparcado en la taquilla numerada y roída… y yo exhale un largo suspiro. Después de un opíparo desayuno compuesto de una gran paella de marisco que degustamos todos juntos y en silencio a las 6.oo AM en el Restaurante Las Arcadas (especialmente abierta su cocina para nosotros) en la playa de El Arenal, nos dieron las 7.oo AM y nos fuimos despidiendo hasta más ver.
El sol empezaba a iluminar la arena y unas cortas y atrevidas olas acariciaban la orilla de la playa, presagiando un día de calor y de turistas con vocación de cangrejo. Inicie el paseo, tranquilo y la vez excitado. Me sentía solo y poderoso, pero no lo suficiente seguro como para dejar de transpirar un olor corporal que hoy, después de tantos años, sigue depositado en mi cerebro y que todavía percibo como un aroma extendido en todo mi cuerpo. Probablemente se me impregnaría en la piel y para siempre el día de mi bautizo en un escenario de grandes efectos por la tensión abrumadora, probablemente en ese preciso momento en el que un nutrido espécimen de la locura salvaje, ignorante y colectiva, blandiendo palos y afiladas hojas de acero, nos estuvieron provocando hasta acorralarnos cuando recogimos a los tres últimos de nuestra lista en un desconchado almacén de cacao. Teóricamente estaban protegidos por la milicia popular, pero allí no había nadie, salvo los alborotadores profiriendo un indescifrable y vulgar griterío que llegaba a alcanzar a modo de silencioso ariete una puerta de hierro por la que tuvimos que entrar, para encontrarnos, ocultos tras unas columnas que sostenían un porche que se caía a pedazos, tres figuras enfermizas de carnes trémulas, de rostros varoniles, enjutos de mediana edad y tristemente muy envejecidos, dominados por el terror, el pánico y el horror, aferrados a unas discretas bolsas de deporte que en ningún momento abandonaron.
Viajaron con nosotros en silencio, no hablaron entre ellos en todo el trayecto de vuelta. Ni tan siquiera nos dieron unas gracias que tampoco esperábamos. En el fondo, unos más, otros menos, llegamos a pensar que no saldríamos de lo que yo siempre recuerdo como mi primer infierno. Mi bautismo no fue de fuego sino de un reto por mantenerme sereno, equilibrado y demostrar una gran paciencia contenida y atragantada, esperando que a la orden pudiese descargarle una corta ráfaga a aquellos “animales” oscuros, acartonados y soeces, muy negros y de blanca y devoradora dentadura que parecían mascullar de que forman me iban a hincar sus afilados dientes en mi yugular. De todas formas no los hubiésemos podido contener. Los alborotadores no lo sabían, pero al aterrizar y en la misma pista, en una improvisada aduana para la ocasión, compuesta por dos barriles metálicos y una puerta de madera abatida a modo de tablero y mesa, las autoridades encabezadas por un jovencísimo comandante esculpido en ébano, recién estrenado y licenciado meses atrás en la Academia Militar de Zaragoza, únicamente nos había dejado cargar a cada uno con media petaca de munición, exclusivamente para nuestra seguridad y defensa personal como con cinismo le espetó al cónsul español. Al muy cabrón nos lo volvimos a encontrar dos días después en la puerta del Hotel Colonial, un establecimiento reliquia construido con maderas preciosas, regentado por un orondo gaditano y una mulata de buen ver, y en donde habíamos instalado nuestro cuartel general y centro hospitalario de las personas que recogíamos de sus hogares y lugares de trabajo, a veces sin más recursos que el seguir a una moderada distancia y con nuestro camión alquilado a un taxista, que previamente, no sé si decirlo, contratamos, sobornamos o amenazamos, no sin antes prometerle que en el siguiente viaje nos lo llevaríamos con nosotros a España.
Lo iba recodando todo a medida que paseaba despacio, al paso, poco a poco. Me senté en un bar que empezaba a servir desayunos sin que nadie se dirigiese a mí, por lo que no pedí más consumición que el tiempo que espere a subirme a un autobús que me dejó en Miravent, afortunadamente a escasos metros de los apartamentos Cala Mayor, en donde me habían alquilado un estudio. Después supe que tres compañeros más también se alojaban en el mismo edificio. Raramente coincidí con ellos.
Todavía recuerdo la frase de CMV, el piloto de nuestro Coronado, ¡ vamos, vamos cojones, maricón el último!, cuando los guineanos para mostrarnos su desprecio se aproximaron corriendo hacia el avión que ya se deslizaba por la pista. Presumo que con no muy buenas intenciones y con idea de amedrentar a sus compatriotas, asilados por nuestro gobierno y protegidos por nuestro marcial comportamiento. Por supuesto no llegaron a nada más que a convertirse en unos puntitos grises por la rápida altura que alcanzamos, en lo que a mí me pareció una eternidad.
Dormí desde el mediodía hasta el día siguiente. Aire acondicionado no había y el agua de la ducha no contribuía a eliminar el sofoco, el “elixir” del miedo echado de menos, que se adhiere alrededor del sudoroso casco cerebral, que aunque parezca increíble se reproduce caprichosamente y es difícil de eliminar, a no ser que el líquido elemento sea todo cloro combinado con una gruesa pastilla de jabón Lavanda. Ya recompuesto decidí volver con permiso a Barcelona en Iberia (líneas aéreas de España).
Una vez en la ciudad condal volví al piso que compartía con varios amigos en la Avenida Mistral, visite a mi padres y al día siguiente pase a “fichar” por una de las empresas que encubrían nuestros movimientos, tan legales que hoy, después de tantos años, he podido comprobar a través de mi certificado de vida laboral, que cotizaban por nosotros a la seguridad social como empleados modelos y sin ninguna baja a destacar, afortunadamente, sin ningún tipo de enfermedad contagiosa, salvo la malaria que agarre por esos mundos abruptos de esquelética o abundante vegetación. En sus dependencias se organizaban algunos trabajos de seguimiento a futuros dirigentes, nos aleccionaban sobre el conjunto de características de los países en los que el nuestro tenía una influencia político-comercial, nos pagaban religiosamente cada día veinte y nos olvidaban en un cuartucho lleno de archivadores con candados, recomendándonos asistir al tiro olímpico de Barcelona o a estudiar idiomas en vez de vernos holgazanear. Éramos tres los que coincidimos en esa ocasión y nunca más nos volvimos a ver. Tampoco yo pregunte.
De mi vida civil, estudiantil, sentimental no voy a hablar. Ese es un apartado que lo dejo en la reserva, ya que todavía a estas alturas me ruborizo cuando pienso en el teatro que tenía que montar para desaparecer durante semanas. Y no recuerdo ahora las innumerables justificaciones, pero siempre se basaban en el trabajo, el ocio comprometido y en los estudios.
Me pasaron a otra empresa en calidad de ayudante del departamento de publicidad y relaciones públicas de una entidad subsidiaria del grupo industrial B.W en la ciudad condal. Un trabajo interesante en el que su responsable, a sabiendas o no del verdadero que yo ejercía, me mostró una clara disposición para empatizar conmigo, a sabiendas que en cualquier momento podrían destinarme a cubrir alguna vacante en cualquier “delegación”.
Tres semanas después recibí una llamada de Jacinto E., en la que me citaba en el bar de la esquina de la oficina. Sin perder tiempo alguno me apresure a recibir unas instrucciones que consistían en encontrarme al día siguiente a las 10.00 AM, con él junto a una furgoneta DKW aparcada en la Puerta del Ángel frente a los antiguos almacenes de Jorba Preciados.
Estábamos los cuatro charlando, a dos ya los conocía, cuando apareció Rudy con un maletín que tras saludarnos me paso, con la advertencia de custodiarlo con mi vida. Mientras que dos se quedaron en el vehículo, los demás subimos las escaleras mecánicas del gran almacén. Jacinto llevaba una larga lista y empezó a comprar, especialmente ropa, algunos electrodomésticos, un par de tomavistas Super-8, un montón de estilográficas Mont Blanc, juegos de mesa y varios de café de plata, vajillas, televisores Telefunken, sin olvidar cuatro carritos Jané para bebes y otros varios enseres, lámparas y muebles para el hogar. Nos habíamos convertido en los “americanos” de la mítica película Bienvenido Mr. Marshal, despertando la curiosidad de las dependientas que llegaron a extender el rumor de que estábamos adquiriendo tantas cosas para los premios de un concurso de televisión. Hasta que no cargamos casi la total capacidad del vehículo no paramos. Del maletín salió la montaña en billetes de mil pesetas que nos costo un día de compras y que se prolongó hasta las 17.00 PM. Una jornada que únicamente se interrumpió durante una hora al efecto de ingerir unas cañas de cerveza y unos bocadillos de jamón.
Las ordenes fueron determinantes, nos volveríamos a ver en Mallorca, tres días después para regresar nuevamente a Guinea. En esta ocasión con los “abalorios” que habíamos adquirido, gracias a algún fondo “benéfico” que gratificaría a gente importante y “necesitada”, que nos permitiría reducir el número de “no deseados” en la antigua colonia española, nada gratos, molestos e indefensos, ya que para la ocasión y realizar el servicio de recogida contamos con la inestimable ayuda del ejército guineano y sus tres camiones Pegaso “made in Spain”. Naturalmente nada debíamos temer, salvo el culatazo, que “sin querer”, le propinaron a un compañero por exigir volver al domicilio de una de nuestras refugiadas, que había olvidado un neceser que contenía su medicación. Me pareció entender que era diabética, lo cierto es que no pudo embarcar y la internaron en una clínica de Santa Isabel, Malabo, en la que afortunadamente todavía quedaban algunos buenos samaritanos.
Después de cumplir perfectamente con nuestro cometido, entregamos toda la compra de Barcelona en las dependencias de un destartalado hangar del aeropuerto guineano. Horas después, antes de volar y por curiosidad, volví con Jacinto para encontrarlo tan vacío como lo encontramos al principio. En un abrir y cerrar de ojos nuestros “regalos” desaparecieron sin dejar rastro, imaginándonos que los requisaron mientras realizábamos la operación de repostar el avión con nafta mezclada y de baja calidad, la suficiente para elevarnos y aterrizar en el segundo destino, Maputo capital de Mozambique.
En Mozambique el horno no estaba para bollos. Solo abrir la portezuela de la carlinga empezamos a oír los ecos precedidos del silbido ronco y aplastante de los morteros en la lejanía. Jacinto nos señaló a cuatro de nosotros con el dedo para que nos levantásemos. Por lo visto era una práctica habitual: no anticipar nada a la “soldadesca de fortuna” salvo cinco minutos antes de tenerlo decidido “otros” con quince días de anticipación.
Los otros cinco compañeros, ya versados en el tema, siguieron hablando entre ellos y bebiendo güisqui a destajo, a la vez que encendían unos puros habanos que también a nosotros Rudy nos obsequió mientras descendíamos del “Coronado”.
Una vez en la pista, cobijados bajo la panza de avión, se abrió una portezuela, la que da acceso al tren de aterrizaje, y la voz anónima del mecánico de vuelo nos fue nombrando uno a uno para irnos entregando nuestro “petate” , el Cetme, ocho cargas de munición envueltas en unas bolsas de plástico, y unos monos azules con sus respectivas gorras serigrafiadas con la marca “Capmsa” y que rápidamente nos embutimos. Jacinto utilizó un ajado saco de yute para meter todo el armamento, envolviéndolo y dejándolo como un hatillo que entre otros dos compañeros los portaron hasta una caseta de madera colindante a la alambrada que teóricamente protegía el perímetro, mientras los demás nos hacíamos los despistados frente a los que pululaban cerca de nosotros, atónitos y sin hacer nada. Era evidente, en el aeropuerto reinaba el caos y a nadie le importaba que unos operarios blancos, probablemente portugueses y del servicio técnico de una compañía petrolífera española, anduviesen por allí como “mateo por su casa”.
Vimos partir el avión y por fin habló Jacinto : “Nos busquéis los pasaportes, desde este momento estamos indocumentados. Tú, dirigiéndose al mayor del grupo y supuestamente más experimentado, “qué hablas portugués y eres el más guapo, procura que no nos falte la intendencia, lanzándole un buen fajo de dólares”. “Los demás nos quedamos aquí y detrás de esta pared tenemos que abrir un agujero de entrada y emergencia por si llega el caso. Hay que conseguir un candado para cerrar la puerta de la caseta. Vamos a estar aquí cinco días y tenemos que agenciarnos un vehículo, un plano o lo que sea para entrar en la ciudad y recoger a una familia tan cagada que necesitan nuestros “pañales””, dirigiendo su mirada al saco de yute,…”por si huelen demasiado mal”. Nos sentamos en el suelo, un tal Pepe, bastante echado para adelante y un poco sobrado pero muy simpático, por algo provenía de las fuerzas especiales del ejército de tierra, junto con el intérprete, del cuál no consigo recordar su nombre, salieron y fueron a buscar comida, cerveza y más tabaco. Cuatro horas tardaron y llegaron acompañados de dos serviciales negritos que transportaban en una carretilla un generador, una heladera autónoma, varias cajas con diverso contenido etílico y varias latas de carne argentina, además de un maloliente paté autóctono, que ante la falta de pan fue lo primero que degustamos.
5 Kms. nos separaban del aeropuerto a nuestro objetivo. Lo primero que hicimos fue abrir un cuadro de franqueo en la malla de la alambrada para acceder. Con una sierra desdentada cortamos una pared de madera de la caseta de una dimensión ajustada para entrar y poder salir, que cada vez que la utilizábamos para hacer nuestras necesidades tras el amplío campo que nos separaba, la volvíamos a pegar una y otra vez con una pestilente cola de carpintero.
En el año 1975 Mozanbique había conseguido la independencia de Portugal, pero no habían ganado más que las luchas internas que no diferenciaban uniforme y el sálvese el que pueda cuando unos venían y otros desconocidos llegaban. Mozambique era como una larga cola para ir al cine y ver una película que nunca empieza, mientras que unos van a su casa a descansar y otros rompen la fila para fastidiar y volver a reclamar ir al baño, eso sí, blandiendo el fusil para exigir que el que se va a Sevilla, pierde la silla.
Llegar al punto de destino, de madrugada, amparados bajo la decrépita noche, húmeda y con el ambiente enrarecido de la pólvora volatizada en el aire por los estruendos de una artillería incapaz de acertar cualquier objetivo, no fue tarea fácil. Valga el cielo, pero el escenario era atroz, gente durmiendo bajo los portalones, gimiendo tras las ventanas lo que podría considerarse como una respuesta a las últimas noches de amor, luces que se encendían y se apagaban, impidiéndonos salir de la oscuridad, sirvieron para entender que en el eje del mundo se paraliza a voluntad de unos protagonistas miserables, a veces embravecidos por una locura que hace que el destino vuelva a girar a voluntad de unos hilos invisibles.
Finalmente nos quedamos frente al lugar y sin número indicado. En una esquina montamos el dispositivo, nuestros respetables artilugios, prestos para atemorizar y disparar si fuese necesario. Uno de los compañeros subió la escalera con rapidez. Al poco tiempo bajó acompañado de siete personas emboscadas en unas telas de colores inadecuados por su vistosidad. Tres fueron protegidos por el grupo de Jacinto, los otros cuatro por un viejo sargento del que no recuerdo nombre ni apodo, entre los que estaba yo. Nos separamos al efecto de no llamar la atención, y volvimos por caminos distintos. A los diez minutos escuchamos unas ráfagas en la lejanía. Jacinto no llegó, mientras protegía la huida en el toque de queda que a capricho las “autoridades” transmitían por el tam-tam del boca a boca a la población, un certero disparo segó su vida y no dio tiempo a recogerlo de una acera, que por lo que me comentaron, estaba plagada de ratas. Allí quedó, sin más amigos que el recuerdo del último instante. Supongo. Era el riesgo bien pagado y desde el primer instante sabíamos lo que podía ocurrirnos a cada uno de nosotros. Admito que la adrenalina no superó al miedo.
Ya en la caseta, apretujados y cabizbajos, vaciamos las botellas de alcohol y esperamos pacientemente, sin hacer ningún comentario, hasta que nos vinieron a buscar. Cambie a uno de nuestros pasajeros un minúsculo “brillantito” por un paquete de cigarrillos Habanos, creo que los demás hicieron lo mismo, y ellos aun con desconfianza ni agradecimiento nos miraban de soslayo, no fiándose de cuáles podrían ser nuestras intenciones.
Por fin cuatro golpecitos en la puerta fueron considerados suficientes para levantarnos todos a una, y salir de un cajón que ya empezaba a oler a humanidad.
Llegamos hasta el avión, que con el motor en marcha roncaba con un sonido que a los demás nos pareció una bella canción. En ese momento aparecieron varios soldados, que tras un disparo al aire y sin más aviso, intentaban detenernos. Todos ya estaban arriba, excepto Pepe y yo, y en ese momento sentí unos impactos en la mochila, cuando apareció de la nada un crío con un reluciente A-K 47 que me apuntaba, y no lo dude, le espete en su cara todo el contenido de mi cargador. La sangre, a pesar de la distancia, me llegó y se me sigue inundando el paladar, mientras tanto mi compañero me llamaba y yo no oía nada, me había paralizado y la imagen del chiquillo todavía la llevo grabada en mi memoria, y veo el estallido de su rostro muchas noches entre pesadillas de un horror indescriptible. Era un bisoño y desconocido “niño soldado”, ser al que le había segado la vida.
Hoy, después de tantos años, el escenario, los gritos, la figura del chaval amenazante, su cara rota en mil pedazos por mis disparos, la tengo grabada en mi memoria… y no soy capaz de olvidarla. Sé que me acompañará siempre mientras viva entre otros sentimientos, de si yo fui el causante de otras muertes a disparos perdidos, aunque espero que no. Creo que ese acto concreto me motivó a no pensar en tener ninguna descendencia…..
Desde el “Coronado” nos cubrían, y Pepe me arrastraba como podía, disparando y amartillando su arma y la mía, recargándola y apretando fuerte su mano en mi cuello para que yo reaccionase. Lo hice. La milicia mozambiqueña no dejaban de disparar con tan mala puntería que después, entre las nerviosas y enervadas risas de nuestro grupo, se pensaba que la sonoridad de los disparos estaba solo provocada por nosotros y que las armas de los perseguidores carecían de munición. Subimos, subimos muy alto, consternados por el probable fracaso de la operación si aparecían en el aire uno de los dos temibles “Mig 15” de tercera mano que surcaban el aire al mejor postor, ya que la torre de control percibió la escaramuza. Pero no, no nos interceptaron, probablemente estarían ocupados masacrando el Norte del país.
Después…… otro cuento seguirá
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